“La fotografía, como sabemos, no es
algo verdadero. Es una ilusión de
la realidad con
la cual
creamos nuestro
propio mundo privado”.
Arnold Newman (1918 –
2006).
Musas… ¡Qué profesión más poética y misteriosa! Con ese
nombre eran conocidas las mujeres que, según la mitología griega, eran capaces
de inspirar los acordes de una canción, los versos de una poesía o las
pinceladas de una obra de arte. Aunque algunos las consideraban ninfas, muchos
veían en ellas a autenticas divinidades a las que había que colmar de favores y
obsequios para conseguir su auxilio. Estas diosas-musas conservaron su poder
durante siglos y surgieron numerosas leyendas entorno a ellas, hasta un momento
en el cual el mundo terrenal comenzó a ganar terreno. Poco a poco los artistas
más contemporáneos fueron olvidando a esas divinidades para buscar inspiración
mucho más cerca. Las musas dejaron de ser divinas y se convirtieron en esposas,
amantes, vecinas, amigas, personas más terrenales, más tangibles, más próximas.
Muchos se dieron cuenta de que “¡la mejor
musa es la de carne y hueso!”, tal como afirmaba el propio Rubén Darío.
La fotógrafa Irene Cruz (Madrid, 1987) parece haber
seguido la filosofía del poeta nicaragüense y sus coetáneos en su último
proyecto fotográfico de una forma sutil y sublime, casi mágica. Bajo el título Las Musas, la artista reúne una serie de
imágenes en las que retrata a algunas mujeres que se han cruzado por su vida y
que han sido, de alguna forma, inspiradoras. Y la forma de retratarlas es, al
menos, interesante: Irene invita a esas mujeres a realizar una performance al
aire libre y las fotografía en ese momento, creando auténticos registros
visuales de sus acciones tan naturales como poéticos.
La artista consigue crear así unos retratos en los que
homenajea la importancia (y la carnalidad) de sus musas manteniendo, sin lugar
a dudas, su tan característico universo personal. De hecho en esta serie, como
en Mär, What Dreams Are Made Of, Heimat
o Urlaub, se respira esa atmosfera
onírica, bucólica e irreal tan frecuente en toda su producción. Gracias a ese
aire tan surrealista que empapa cada esquina, sus fotografías nos recuerdan esos
segundos imprecisos, borrosos y difusos que a veces alcanzamos en los sueños. Inevitablemente
nos vemos transportados a un mundo en el que se entremezcla realidad y ficción,
memoria y presente, vida y sueño… un mundo que, de alguna forma, nos resulta familiar
pero, al mismo tiempo, tan misterioso y lejano. Como en los sueños, sabemos que
en cualquier momento todo lo que está ante nuestros ojos puede desvanecerse,
esfumarse o marchitarse hasta la siguiente noche.
Toda ese misterio, toda esa utopía, se consigue gracias a
dos elementos fundamentales en el mundo de Irene. En primer lugar, es
importante mencionar ese control de la luz casi cinematográfico, esa luz del
amanecer o del atardecer que la artista es capaz de captar con tanta facilidad
en todas sus series fotográficas. Es una luz que se convierte en un elemento
emocional más, un elemento que nos ayuda a sentir y a tele-transportarnos a un
mundo de ensueño a medio camino entre realidad y ficción. En Las Musas, como en el resto de sus
obras, aparece una luz tan plástica y maleable, tan real y tan distante, que
nos atrapa y nos acongoja.
En segundo lugar, en Las
Musas aparecen también esos
enigmáticos paisajes azules y verdosos que escoge Irene habitualmente. Son
escenarios familiares, reconocibles, con los que nos hemos topado antes, pero
al mismo tiempo parecen espejismos o visiones inalcanzables. Son paisajes donde
la naturaleza tiene un papel especial y que, de alguna forma, pretenden
hacernos sentir melancolía y nostalgia, pero también frialdad, humedad y vacío.
Tal como dice ella misma, “es el lugar
del misterio envuelto en el anochecer temprano o atardecer tardío. Apelo a
quien lo contempla, a su empatía. Siento una atracción hacia ese tipo de
paisajes fríos, vacíos, que incitan a la reflexión”.
Como en otros proyectos (ej. Habitat, Inner Tales o
Stimmung), esos paisajes presentes en Las
Musas están habitados por mujeres
casi fantasmagóricas. Desnudándolas y rodeándolas de flores, Irene se enfrenta
a la propia carnalidad de esas mujeres cuyos cuerpos cálidos contrastan con la
frialdad que las rodea. Aun así no pierden su aurea poética, bucólica, onírica:
no son diosas, son mujeres de carne y hueso, pero son capaces de llevarnos más
allá y hacernos soñar. Me recuerdan, en cierta manera, a esas mujeres
retratadas por Ellen Kooi o Amanda Charchian… mujeres reales pero intemporales,
figuras de carne y hueso que parecen no envejecer, no menguar, no desaparecer
tras haber sido retratadas en el momento adecuado.
Son mujeres sin rostro ni identidad que, de alguna forma,
se enfrentan a su soledad y su deseo, a su melancolía y su vulnerabilidad. En
esta ocasión Irene evita ponerse ella misma delante de la cámara (como tantas
veces ha hecho) para no personalizar todas las emociones en su propia figura,
pero aún así estas imágenes no dejan de ser algo autobiográficas: la artista
nos muestra, aunque no quiera, su propia vulnerabilidad a través de otras
mujeres. Son sus musas, al fin y al cabo, representadas por viejas amigas y
conocidas que han compartido historias, secretos, detalles con ella.
La propia Irene reflexiona sobre esto a través de las
siguientes palabras: “siempre dicen que
los fotógrafos usamos a las personas que fotografiamos para hacer un espejo de
nosotros mismos o, mejor dicho, que nos fotografiamos a nosotros mismos a
través de nuestros/as modelos, y yo creo que esa idea no se puede romper del
todo”. Pero a pesar de esa conexión incuestionable entre la creadora y sus
musas, hay algo muy curioso en esta serie: mientras que en otros de sus
trabajos (como Blumen) las modelos eran
simplemente dobles de la propia artista sin voz propia, en Las Musas las retratadas han podido votar y opinar sobre el
resultado final. Las propias modelos son, de hecho, las que han decidido qué
flores debían decorar sus cuerpos, qué partes del cuerpo querían mostrar y, en
algunas ocasiones, con qué sus poses querían aparecer. Y la razón de este
cambio es simple: tal como explica Irene, “esta
serie lo que quiere es romper con la idea de la musa clásica al servicio del
artista o fotógrafo”. Ha querido deshacerse de la imagen de esas modelos-objetos
sin voz propia, sin opinión ni elección, que parecen inactivas e indiferentes. Aunque
esta serie presenta sin duda el universo interior de Irene, las modelos han
dirigido las imágenes tanto como la artista presentando su voz, sus gustos y
sus intereses.
Pero hay algo más que a simple vista se nos puede
escapar: estas imágenes no solo muestran ese aire autobiográfico de la artista
y esa pequeña libertad de las musas, sino también nuestro propio reflejo.
Muchas de las mujeres retratadas en Las
Musas no tienen rostro, no están
individualizadas, consiguiendo que todos los espectadores vayamos más allá y
nos identifiquemos con ellas. Irene logra que cada una de nosotras reconozcamos
a nuestras propias musas, a nuestras amigas, a nuestras influencias e, incluso,
a nosotras mismas.
El talento y la sensibilidad de Irene permite, de alguna
forma, hacernos voyeurs y
protagonistas, espectadores y retratados, aumentando el misterio y el enigma.
Quizás ese misterio haya sido la clave por la cual la madrileña fuera nombrada
recientemente la artista emergente con más proyección por la
plataforma Why On White. Es un
portento a la que, sin duda, debemos seguir la pista para ver donde nos lleva y
si esas musas que la acompañan la ayudan a seguir sorprendiendo.
De momento, y con mucho agrado, podremos ver su última serie el próximo mes de febrero en la feria Art Madrid, seleccionada para el programa ONE PROJECT por el comisario Carlos Delgado Mayordomo y representada por la galería catalana Fifty Dots. Será un placer reencontrarse con ella.